Poco
antes de cumplirse el primer año de gobierno de Sebastián Piñera, y cuando la Concertación, que se
mantuvo en La Moneda
por 20 años, lamía sus heridas, publiqué “Chile
entre el desconcierto y el año yeta”, libro que retrata desde distintas
ópticas los últimos dos a tres años de centroizquierda en el poder y, por
cierto, el retorno derechista luego de más de medio siglo de ausencia en la
casa de Toesca, con excepción del cogobierno en dictadura.
Poco
antes de finalizar aquél libro, que contiene ácida crítica a la clase política
en general, entre otros variados temas, dudé respecto del título. Quise
bautizarlo como “Crónicas desde Eufemistán”, pero terminó llamándose como se
llama pues sí hubo desconcierto y sí volvió la “yeta”.
Eufemistán
se me ocurrió pues tras el atentado a las Torres Gemelas en Estados Unidos –su
propio 11 de Septiembre- la nación más poderosa del mundo arremetió contra
varios países que, supuestamente, poseían armas de destrucción masivas y/o
albergaban a terroristas islámicos. Tras largos años de guerras, cientos de
miles de muertos, heridos y desplazados, la teoría militar gringa carece de
asidero, pero se hizo con territorio, petróleo e instaló algunos gobiernos pro
Occidente en la cuna de Mahoma.
Pero
volvamos al título de mi creación literaria.
En
Chile utilizamos muchos eufemismos para disfrazar realidades. Los pobres se
llaman “carentes” o “vulnerables”; los ricos son “ABC1”; la tortura, en
dictadura y en esta democracia, “excesos”; quien queda si empleo,
“desvinculado”; los que protestan por demandas salariales y se enfrentan a la
policía, “vándalos” o “desadaptados sociales”; las antiguas poblaciones
callampas, campamentos o barrios marginales, son “villorios” y las fuerzas
armadas son “la reserva moral del país”. Y así una larga lista de palabras que,
cual cortina de humo, nos impiden vernos como somos, no como pretendemos que
nos vean, o ni nos vean.
Los
eufemismos ocultan distorsiones que atraviesan nuestra sociedad y se reflejan
también en asuntos laborales, como el simple ejercicio de buscar empleo. En
nuestro país, el barrio donde te criaste, el colegio donde te educaste, tu
apellido, contactos y “pitutos”, valen más que tus propios méritos; y ni se te
ocurra optar a un trabajo a través de una Oficina de Colocaciones o
respondiendo a un anuncio en algún diario, pues si no vas a “apadrinado”, no
resultará.
Hace
pocos días, un amigo me contaba que había postulado a más de cien cargos los
últimos dos años, sin resultado alguno pese a estar cualificado de sobra, pero
bastó que un amigo de un amigo le recomendara y ya se encuentra trabajando en
una repartición pública. “La amistocracia es mejor que la meritocracia”, dice
él, y con razón.
Por
estos días estoy concentrado en escribir mi primera novela, cuyo título no
adelantaré y cuyos personajes, situaciones, locaciones tienen mucho que ver con
algunas ciudades y países donde he vivido, y en donde Estocolmo y sus
alrededores tienen un sitial privilegiado. Mis años en esa ciudad nórdica
tuvieron de todo, y en forma irónica, antes de la era Internet, mis cartas a
Chile las comenzaba con “Estoeselcolmo, mayo, 1980…”
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