miércoles, 7 de noviembre de 2012

Eufemismos


 

Poco antes de cumplirse el primer año de gobierno de Sebastián Piñera, y cuando la Concertación, que se mantuvo en La Moneda por 20 años, lamía sus heridas, publiqué “Chile entre el desconcierto y el año yeta”, libro que retrata desde distintas ópticas los últimos dos a tres años de centroizquierda en el poder y, por cierto, el retorno derechista luego de más de medio siglo de ausencia en la casa de Toesca, con excepción del cogobierno en dictadura.

Poco antes de finalizar aquél libro, que contiene ácida crítica a la clase política en general, entre otros variados temas, dudé respecto del título. Quise bautizarlo como “Crónicas desde Eufemistán”, pero terminó llamándose como se llama pues sí hubo desconcierto y sí volvió la “yeta”.

Eufemistán se me ocurrió pues tras el atentado a las Torres Gemelas en Estados Unidos –su propio 11 de Septiembre- la nación más poderosa del mundo arremetió contra varios países que, supuestamente, poseían armas de destrucción masivas y/o albergaban a terroristas islámicos. Tras largos años de guerras, cientos de miles de muertos, heridos y desplazados, la teoría militar gringa carece de asidero, pero se hizo con territorio, petróleo e instaló algunos gobiernos pro Occidente en la cuna de Mahoma.

Pero volvamos al título de mi creación literaria.

En Chile utilizamos muchos eufemismos para disfrazar realidades. Los pobres se llaman “carentes” o “vulnerables”; los ricos son “ABC1”; la tortura, en dictadura y en esta democracia, “excesos”; quien queda si empleo, “desvinculado”; los que protestan por demandas salariales y se enfrentan a la policía, “vándalos” o “desadaptados sociales”; las antiguas poblaciones callampas, campamentos o barrios marginales, son “villorios” y las fuerzas armadas son “la reserva moral del país”. Y así una larga lista de palabras que, cual cortina de humo, nos impiden vernos como somos, no como pretendemos que nos vean, o ni nos vean.

Los eufemismos ocultan distorsiones que atraviesan nuestra sociedad y se reflejan también en asuntos laborales, como el simple ejercicio de buscar empleo. En nuestro país, el barrio donde te criaste, el colegio donde te educaste, tu apellido, contactos y “pitutos”, valen más que tus propios méritos; y ni se te ocurra optar a un trabajo a través de una Oficina de Colocaciones o respondiendo a un anuncio en algún diario, pues si no vas a “apadrinado”, no resultará.

Hace pocos días, un amigo me contaba que había postulado a más de cien cargos los últimos dos años, sin resultado alguno pese a estar cualificado de sobra, pero bastó que un amigo de un amigo le recomendara y ya se encuentra trabajando en una repartición pública. “La amistocracia es mejor que la meritocracia”, dice él, y con razón.

Por estos días estoy concentrado en escribir mi primera novela, cuyo título no adelantaré y cuyos personajes, situaciones, locaciones tienen mucho que ver con algunas ciudades y países donde he vivido, y en donde Estocolmo y sus alrededores tienen un sitial privilegiado. Mis años en esa ciudad nórdica tuvieron de todo, y en forma irónica, antes de la era Internet, mis cartas a Chile las comenzaba con “Estoeselcolmo, mayo, 1980…”






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