Selarón
El
tiempo en que viví en Brasil permanece vivo en mi memoria. Pasó de todo, desde
problemas en instalarme junto a mi familia debido a problemas burocráticos con
las autoridades de inmigración, pese a que había sido contratado por una ONG
europea, que nos alquiló un departamento muy cómodo en el barrio de Gloria,
cercano a Catete y el “Museo da República”, hasta el aprendizaje del idioma y
costumbres locales en esa “cidade
maravilhosa”, llamada Río de Janeiro pues los primeros portugueses arribaron
allí en un día de enero, convencidos que la Bahía de Guanabara era un gran rio. Sin duda, una
urbe de fuertes contrastes. No por nada,
entre los propios brasileros el país es llamado “Belindia”, juego de palabras
que grafica las enormes diferencias socioeconómicas en el gigante sudamericano:
dependiendo donde naces puedes sentirte en Bélgica o en la India.
Buena
parte de las tareas que debía cumplir para esa ONG se desarrollaban en
“favelas” de la ciudad; Rocinha, Compleixo Do Alemâo, Donha Marta y otras,
oportunidad en que aprendí a conocer el Brasil que no aparece en las postales
turísticas pero sí en la crónica roja; donde el promedio de edad de los jóvens
moradores de las favelas no supera los 18 años, en especial si mantienen
vínculos con alguna pandilla de narcotraficantes. Si no los asesina una banda
rival caen víctimas de las balas perdidas o de la policía militar, cuya fama no
se debe precisamente a su honradez o criterio.
Fanático
de largas caminatas por los pueblos, ciudades y países que he recorrido, fui
descubriendo rincones insospechados de Río, enamorándome de varios, entre ellos
el barrio de Lapa. Allí, mientras disfrutaba del incesante ir y venir de
brasileros y turistas, vendedores callejeros y músicos, prostitutas y narcos,
conocí a uno de los tantos personajes de novela que merecen ser recordados en
más de un libro y a quienes les he reservado un espacio en alguno de los míos:
Jorge Selarón, o “Selarâo”. Fue por recomendación de otro Jorge, Morello,
argentino radicado en Brasil desde hace mucho y gran amigo mío. El argentino me
habló de un pintor y ceramista de origen chileno que vivía cerca de Lapa. Nos
propusimos hallarlo y comenzamos a indagar, hasta que dimos con un habitante
del lugar quien, al oír el nombre, sentenció: “¡Selarâo!, a él tienen que
ubicarlo antes del atardecer pues luego estará ebrio y no querrá hablar con
nadie”! A renglón seguido, agregó: “Vive en la tercera puerta a mano derecha,
después del cuarto descanso de la escalera que ven allí, la de los azulejos”.
Decidido
a conocerlo, enfilé en la dirección indicada y golpeé en una colorida y añosa
puerta de madera. A los pocos minutos, un hombre de aspecto descuidado, manos y
rostros teñidos con pintura, mostachón y voz gruesa abrió: “¿sí..” –inquirió
desganado, mientras asomaba su figura bajo el dintel. Me presenté y le dije que
quería conocerlo, que admiraba su trabajo –mentí pues era primera vez que veía
los peldaños decorados con miles de fragmentos de azulejos y que conducían al
cerro Santa Tereza. “Gracias, mucho gusto; mi nombre es Selarâo”, masculló
distraídamente, en una mezcla de español y portugués, mientras me extendía su
mano con restos de cemento y pintura. Hablamos un buen rato y, cuando le dije
que había llegado hacía poco a Brasil para trabajar en temas sociales y
culturales en favelas de Río me advirtió: “Ten cuidado, amigo; un paso en
falso, hablas de más o miras a alguna “garota de bandido”, y estás frito”. Así
comenzó una amistad con Selarón, artista plástico chileno que conoció muchos
países de América Latina y el mundo, y que finalmente “por amor a una mujer que
no está”, como solía decir, varó en Brasil.
El
barrio de Lapa conserva huellas arquitectónicas y gastronómicas de los
portugueses; es el barrio bohemio por definición, tal vez comparable en cierto
modo a nuestro barrio Bellavista, en Santiago, o algunos sitios de Valparaíso,
pero más cosmopolita, mejor cuidado y de una intensa vida las 24 horas del día.
Allí, se tejió buena parte de la historia “malandra” de Río, “cuando los
malandras eran los Robin Hood brasileros -decía Selarâo, apoyado en la
mugrienta barra del tugurio regentado por María Palavrâo, ubicado a pocas
cuadras de su casa, y en donde adoptamos la costumbre de beber mucha cerveza
“estúpidamente gelada”, como le pedía a un negro corpulento y desdentado,
pareja de María, menuda y morena, y a quien
el gigantón negro le tenía pavor cuando entraba en cólera y de su boca brotaban
a borbotones insultos y amenazas terribles. Fuerte de carácter ella,
acostumbrada, por largo tiempo, a recibir palizas de sus amantes de turno,
hasta que una noche de mucha ingesta de alcohol extrajo un cuchillo cocinero y
degolló a su esposo; luego lo trozó y puso cada parte en bolsas distintas, las
que arrojó a la basura. María estuvo algunos años presa y, al cumplir su
condena, reabrió el boliche que había permanecido cerrado desde aquella vez que
decidió que nadie jamás la golpearía de nuevo y retomó la costumbre de servir
tragos y comida a los parroquianos del lugar, pues allí no llegaban turistas ni
extranjeros, ni tampoco los brasileros que vivían en los “barrios nobles”. Era
demasiado peligroso, según muchos, y la dueña, con su bien ganada fama, no
tenía mayor interés en hacer relaciones públicas para mejorar la imagen del
local ni tampoco la suya. Cuando Selarâo, con varias copas en el cuerpo, en una
de las tantas noches de juerga que compartimos me presentó a María, ella me
miró de pies a cabeza durante varios minutos, como si fuese un bicho raro, y
espetó: “aquí, a “cerveja” la pide al negrón feo ese, pero me paga a mí”. Luego
se dio media vuelta y continuó con sus quehaceres, pero de rato en rato me
observaba desde detrás del mesón. Cuando algún parroquiano se pasaba de copas o
comenzaba una trifulca, descubrí el porqué de su apodo: “palavrâo”, palabrotas.
El pobre ciudadano, al tercer insulto o amenaza, agachaba el moño, pagaba
calladito y se iba, o se mantenía quietito en su mesa.
Selarâo
me contó historias de malandras famosos, de guapos que no trepidaban en liarse
a tiros o a punta de navaja con la policía o con otros matones, pero que jamás,
por una suerte de código de honor, asaltaban viejecitas, vecinos del
barrio o dañaban a niños. “Hubo uno que
era homosexual –decía- y capoeirista de los mejores, rápido con el cuchillo y
con las piernas, y con conciencia social”, relataba mientras su “portuñol”, por
efecto del alcohol, se hacía cada vez más difícil de entender.
Muchas
tardes lo pasé descubriendo la historia de cada pedacito de azulejo que Selarâo
había puesto en los peldaños y descansos de esas escaleras, hoy atracción
turística de la ciudad y por lo cual ese chileno recibió el título de “hijo
ilustre de Río de Janeiro”. Me contó de la misteriosa mujer negra y embarazada
que adornan muchas de sus pinturas, de las tinas de baño que instalaba cual macetas
gigantescas en cada costado de las escaleras y que un día le fueron robadas, de
sus viajes, de su decepción respecto del Chile que había dejado atrás a
mediados de los años 80 y del amor “Es un veneno, una cicuta que bebemos
intencionalmente por costumbre y que nos puede matar lentamente”.
Selarón
fue hallado muerto hace pocas horas en un descanso de la escalera que adornó
con trozos de azulejos traídos de muchas partes del mundo. Recibía uno, lo
partía en trocitos “para que ninguno sea igual al otro”, y lo incrustaba en el
cemento. Así tomó forma lo que hoy es un verdadero ícono de la ciudad que amó.
Su cuerpo fue encontrado calcinado y vecinos de Lapa lo cubrieron con una
sábana blanca a la espera de que fuera recogido. Muchos dejaron flores, bebieron
cerveza “estúpidamente gelada”, cantaron canciones y oraron por el eterno
descanso de su alma. Más abajo, en las callejuelas de Lapa, la vida continúa
bullendo. Las prostitutas buscando sus ángeles rubios, los malandras salvando
el día, los turistas, extasiados, se pierden entre música, bares y cantinas y
María Palavrâo, seguramente ya enterada de la trágica noticia, habrá cerrado
por duelo.
Selarâo
se llevó a la tumba el secreto de la negra embarazada que figura en cada uno de
sus cuadros, y me hizo depositario de parte de ese secreto, que también
guardaré como homenaje postrero a quien fue mi amigo.