sábado, 12 de enero de 2013



Selarón

El tiempo en que viví en Brasil permanece vivo en mi memoria. Pasó de todo, desde problemas en instalarme junto a mi familia debido a problemas burocráticos con las autoridades de inmigración, pese a que había sido contratado por una ONG europea, que nos alquiló un departamento muy cómodo en el barrio de Gloria, cercano a Catete y el “Museo da República”, hasta el aprendizaje del idioma y costumbres locales en esa  “cidade maravilhosa”, llamada Río de Janeiro pues los primeros portugueses arribaron allí en un día de enero, convencidos que la Bahía de Guanabara era un gran rio. Sin duda, una urbe  de fuertes contrastes. No por nada, entre los propios brasileros el país es llamado “Belindia”, juego de palabras que grafica las enormes diferencias socioeconómicas en el gigante sudamericano: dependiendo donde naces puedes sentirte en Bélgica o en la India.

Buena parte de las tareas que debía cumplir para esa ONG se desarrollaban en “favelas” de la ciudad; Rocinha, Compleixo Do Alemâo, Donha Marta y otras, oportunidad en que aprendí a conocer el Brasil que no aparece en las postales turísticas pero sí en la crónica roja; donde el promedio de edad de los jóvens moradores de las favelas no supera los 18 años, en especial si mantienen vínculos con alguna pandilla de narcotraficantes. Si no los asesina una banda rival caen víctimas de las balas perdidas o de la policía militar, cuya fama no se debe precisamente a su honradez o criterio.

Fanático de largas caminatas por los pueblos, ciudades y países que he recorrido, fui descubriendo rincones insospechados de Río, enamorándome de varios, entre ellos el barrio de Lapa. Allí, mientras disfrutaba del incesante ir y venir de brasileros y turistas, vendedores callejeros y músicos, prostitutas y narcos, conocí a uno de los tantos personajes de novela que merecen ser recordados en más de un libro y a quienes les he reservado un espacio en alguno de los míos: Jorge Selarón, o “Selarâo”. Fue por recomendación de otro Jorge, Morello, argentino radicado en Brasil desde hace mucho y gran amigo mío. El argentino me habló de un pintor y ceramista de origen chileno que vivía cerca de Lapa. Nos propusimos hallarlo y comenzamos a indagar, hasta que dimos con un habitante del lugar quien, al oír el nombre, sentenció: “¡Selarâo!, a él tienen que ubicarlo antes del atardecer pues luego estará ebrio y no querrá hablar con nadie”! A renglón seguido, agregó: “Vive en la tercera puerta a mano derecha, después del cuarto descanso de la escalera que ven allí, la de los azulejos”.

Decidido a conocerlo, enfilé en la dirección indicada y golpeé en una colorida y añosa puerta de madera. A los pocos minutos, un hombre de aspecto descuidado, manos y rostros teñidos con pintura, mostachón y voz gruesa abrió: “¿sí..” –inquirió desganado, mientras asomaba su figura bajo el dintel. Me presenté y le dije que quería conocerlo, que admiraba su trabajo –mentí pues era primera vez que veía los peldaños decorados con miles de fragmentos de azulejos y que conducían al cerro Santa Tereza. “Gracias, mucho gusto; mi nombre es Selarâo”, masculló distraídamente, en una mezcla de español y portugués, mientras me extendía su mano con restos de cemento y pintura. Hablamos un buen rato y, cuando le dije que había llegado hacía poco a Brasil para trabajar en temas sociales y culturales en favelas de Río me advirtió: “Ten cuidado, amigo; un paso en falso, hablas de más o miras a alguna “garota de bandido”, y estás frito”. Así comenzó una amistad con Selarón, artista plástico chileno que conoció muchos países de América Latina y el mundo, y que finalmente “por amor a una mujer que no está”, como solía decir, varó en Brasil.
El barrio de Lapa conserva huellas arquitectónicas y gastronómicas de los portugueses; es el barrio bohemio por definición, tal vez comparable en cierto modo a nuestro barrio Bellavista, en Santiago, o algunos sitios de Valparaíso, pero más cosmopolita, mejor cuidado y de una intensa vida las 24 horas del día. Allí, se tejió buena parte de la historia “malandra” de Río, “cuando los malandras eran los Robin Hood brasileros -decía Selarâo, apoyado en la mugrienta barra del tugurio regentado por María Palavrâo, ubicado a pocas cuadras de su casa, y en donde adoptamos la costumbre de beber mucha cerveza “estúpidamente gelada”, como le pedía a un negro corpulento y desdentado, pareja de María, menuda y morena, y  a quien el gigantón negro le tenía pavor cuando entraba en cólera y de su boca brotaban a borbotones insultos y amenazas terribles. Fuerte de carácter ella, acostumbrada, por largo tiempo, a recibir palizas de sus amantes de turno, hasta que una noche de mucha ingesta de alcohol extrajo un cuchillo cocinero y degolló a su esposo; luego lo trozó y puso cada parte en bolsas distintas, las que arrojó a la basura. María estuvo algunos años presa y, al cumplir su condena, reabrió el boliche que había permanecido cerrado desde aquella vez que decidió que nadie jamás la golpearía de nuevo y retomó la costumbre de servir tragos y comida a los parroquianos del lugar, pues allí no llegaban turistas ni extranjeros, ni tampoco los brasileros que vivían en los “barrios nobles”. Era demasiado peligroso, según muchos, y la dueña, con su bien ganada fama, no tenía mayor interés en hacer relaciones públicas para mejorar la imagen del local ni tampoco la suya. Cuando Selarâo, con varias copas en el cuerpo, en una de las tantas noches de juerga que compartimos me presentó a María, ella me miró de pies a cabeza durante varios minutos, como si fuese un bicho raro, y espetó: “aquí, a “cerveja” la pide al negrón feo ese, pero me paga a mí”. Luego se dio media vuelta y continuó con sus quehaceres, pero de rato en rato me observaba desde detrás del mesón. Cuando algún parroquiano se pasaba de copas o comenzaba una trifulca, descubrí el porqué de su apodo: “palavrâo”, palabrotas. El pobre ciudadano, al tercer insulto o amenaza, agachaba el moño, pagaba calladito y se iba, o se mantenía quietito en su mesa.
Selarâo me contó historias de malandras famosos, de guapos que no trepidaban en liarse a tiros o a punta de navaja con la policía o con otros matones, pero que jamás, por una suerte de código de honor, asaltaban viejecitas, vecinos del barrio  o dañaban a niños. “Hubo uno que era homosexual –decía- y capoeirista de los mejores, rápido con el cuchillo y con las piernas, y con conciencia social”, relataba mientras su “portuñol”, por efecto del alcohol, se hacía cada vez más difícil de entender.

Muchas tardes lo pasé descubriendo la historia de cada pedacito de azulejo que Selarâo había puesto en los peldaños y descansos de esas escaleras, hoy atracción turística de la ciudad y por lo cual ese chileno recibió el título de “hijo ilustre de Río de Janeiro”. Me contó de la misteriosa mujer negra y embarazada que adornan muchas de sus pinturas, de las tinas de baño que instalaba cual macetas gigantescas en cada costado de las escaleras y que un día le fueron robadas, de sus viajes, de su decepción respecto del Chile que había dejado atrás a mediados de los años 80 y del amor “Es un veneno, una cicuta que bebemos intencionalmente por costumbre y que nos puede matar lentamente”.

Selarón fue hallado muerto hace pocas horas en un descanso de la escalera que adornó con trozos de azulejos traídos de muchas partes del mundo. Recibía uno, lo partía en trocitos “para que ninguno sea igual al otro”, y lo incrustaba en el cemento. Así tomó forma lo que hoy es un verdadero ícono de la ciudad que amó. Su cuerpo fue encontrado calcinado y vecinos de Lapa lo cubrieron con una sábana blanca a la espera de que fuera recogido. Muchos dejaron flores, bebieron cerveza “estúpidamente gelada”, cantaron canciones y oraron por el eterno descanso de su alma. Más abajo, en las callejuelas de Lapa, la vida continúa bullendo. Las prostitutas buscando sus ángeles rubios, los malandras salvando el día, los turistas, extasiados, se pierden entre música, bares y cantinas y María Palavrâo, seguramente ya enterada de la trágica noticia, habrá cerrado por duelo.
Selarâo se llevó a la tumba el secreto de la negra embarazada que figura en cada uno de sus cuadros, y me hizo depositario de parte de ese secreto, que también guardaré como homenaje postrero a quien fue mi amigo.




1 comentario:

Clepsidra dijo...

Não sei se se lembra de mim: nos encontramos em um bar em Viña del Mar, eu estava com uma amiga, também brasileira.
Gostei muito do texto sobre o Selarón, que eu muito admirava. Morei no Rio e fiquei muito triste com a morte dele.
Vou seguir seu blog. Se puder, visite o meu: www.clepsidro-me.blogspot.com
Abraços, Carla